Jot Down

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Momento de la entrevista realizada el 10 de octubre de 2025

Pablo García Astrain (San Sebastián, 1975) es arquitecto formado en la École Nationale Supérieure d’Architecture et de Paysage de Bordeaux, donde tuvo como maestros a Jacques Hondelatte y Jean-Philippe Vassal. Tras ejercer más de quince años la profesión al frente de su propio estudio y presidir la asociación Atari Cultura Arquitectónica entre 2010 y 2016, pasó a ocupar la dirección de Vivienda, Suelo y Arquitectura en el Gobierno Vasco. Su trayectoria combina la práctica del proyecto, la docencia y la gestión pública con una reflexión constante sobre el habitar contemporáneo y la transformación urbana.

La entrevista tiene lugar en el marco de la Bienal Internacional de Arquitectura Mugak/, donde García Astrain participa como responsable institucional y como voz que defiende una arquitectura vinculada a la vida diaria, la rehabilitación del parque existente y el derecho a una vivienda digna. En su manera de hablar se entrecruzan la precisión técnica del gestor y la sensibilidad del arquitecto que todavía recuerda la emoción de aquel joven que se colaba en los edificios de Gaudí para entenderlos desde dentro.

Tu padre trabajaba en Renfe y, siendo adolescente, os trasladaron a Barcelona. El primer año vivisteis en la Estación de Francia. ¿Qué se siente al vivir en una estación de tren así?

Veo que has investigado mucho y bien. Es muy curioso: de chaval me dormía oyendo «tren procedente», «tren con destino» … Aquello eran mis nanas, con once años. Luego, ya en Burdeos, un profesor —Hondelatte— decía lo especial que sería vivir en un faro; yo le dije: «Pues yo viví en una estación».

Pasaste tu adolescencia en la Barcelona preolímpica, una ciudad en transformación. ¿Cómo influyó ese ambiente en tu decisión de estudiar arquitectura? ¿Recuerdas algún lugar que te marcara?

Sí. Había unos jardines diseñados por Elías Torres —esto lo supe después—, junto a mi colegio. Ese fantástico diseño de espacio público catalán, para mí de los mejores del mundo, me influyó. Se respiraba mucha arquitectura en Barcelona; no era tan turística como ahora y los domingos estaba todo bastante cerrado. Recuerdo que a veces nos colábamos en edificios de Gaudí los domingos por la tarde, para ver arquitectura siendo unos chavales de quince años.

¿Qué buscabais en esas incursiones? ¿Te atraen, como arquitecto, los lugares abandonados?

Sí, siempre hay una fascinación por los lugares abandonados. En la carrera coincidí con grafiteros y gente que me hizo explorar la ciudad de otra manera. Más tarde, cuando montamos Atari, una asociación de cultura arquitectónica, nos gustaba abrir espacios cerrados. No necesariamente abandonados, pero sí cerrados. Por ejemplo, abrimos la bajocubierta de la Basílica de Santa María: entrabas en un espacio casi lunar, con las cúpulas vistas desde arriba. Mágico. También la subida a la aguja del Buen Pastor, que ahora es atracción turística; entonces la hicimos como acción cultural.

¿Por qué elegiste Burdeos para estudiar? Habiendo pasado por el liceo, ¿cómo fue el primer contacto con la escuela francesa?

Sí, fue una mezcla de azar y continuidad. Desde los once años estudiaba en el Colegio Francés de San Sebastián, y cuando mis padres se trasladaron a Barcelona por los Juegos Olímpicos, seguí en el sistema francés. Pero justo antes de 1992 volvimos a Donostia, y me encontré con que el colegio aquí no tenía instituto. Me dieron dos opciones: o continuar el bachillerato en un instituto español o ir a Francia, a un internado público. Y decidí seguir el camino francés, quizá por curiosidad, quizá por coherencia.

El azar quiso que terminara en Burdeos. Por cuestiones administrativas tenía mejor expediente allí que para España, y me aceptaron. Fue una suerte: llegué en un momento extraordinario, una etapa de transición dentro de la escuela, con una cierta libertad creativa. Muchos profesores procedían del espíritu del 68, y eso se notaba. Jean-Philippe Vassal acababa de regresar de África, Jacques Hondelatte era una figura central, y se respiraba un clima de pensamiento y debate constante. Era una escuela que te obligaba a preguntarte por qué hacías las cosas, no solo cómo. Una etapa formativa muy intensa, que me marcó profundamente.

En tu blog comentas que, según la ciudad, las escuelas francesas tenían orientaciones distintas. La tuya era un hervidero cultural y mucho tuvo que ver con Jacques Hondelatte. ¿Cómo era él y qué relación tuviste?

Era un arquitecto muy singular, una figura un poco errante en la escuela. Llegué a tener debates encendidos con él, te hacía pensar mucho. Tenía una frase maravillosa: «Antes de dibujar una línea, hay que pensar esa línea». Define bien aquella Burdeos: muy centrada en el porqué de las cosas. Contrasta con escuelas más productivistas. Había mucho debate. Él hacía edificios que igual tenían uno o dos pisos, pero quería que pensaras que estabas en un rascacielos: te ponía el ascensor marcando «piso 532». Una visión muy poética.

Quizá eso te vino bien porque eres un humanista —teatro, literatura—, algo poco habitual en arquitectura.

Sí, pero en Burdeos eso era natural. No era lo alternativo, era el currículo. Nuestros profesores —o los invitados que ellos traían— nos hacían leer a escritores, ver películas, ir al teatro. No se concebía la arquitectura separada de las artes. Todo formaba parte del mismo proceso de aprendizaje. La arquitectura era una forma más de expresión, tan legítima como la literatura o la música.

Tu profesor no hablaba desde la obra construida sino desde la imaginación. Las Ucronías de San Sebastián recuerdan aquella conferencia en el Arc en rêve. ¿Cuánto hay de esa influencia en Mugak?

Esa herencia está muy presente. El propio nombre Mugak, que significa fronteras, refleja esa idea de explorar los límites. En el País Vasco vivimos literalmente sobre una frontera, y eso condiciona mucho nuestra manera de pensar el territorio. No es una cuestión nacionalista, sino una constatación geográfica y cultural: la frontera atraviesa nuestra identidad. En la Bienal, esa noción se amplía hacia los límites disciplinares, hacia esas zonas donde la arquitectura se mezcla con otras artes: escultura, música, literatura. Son los espacios de fricción los que hacen avanzar la disciplina.

Las Ucronías de San Sebastián, por ejemplo, nacen de esa voluntad de imaginar lo no construido, de pensar la ciudad posible. En eso hay mucho del espíritu de Hondelatte en aquella conferencia y de sus proyectos no edificados, que quizá sean sus mejores obras. Esa arquitectura imaginada, poética, te enseña que lo esencial no siempre es lo material, sino la capacidad de pensar el mundo de otra manera.

Otro profesor que te marcó fue el chileno Boris Bernado, con quien trabajaste tres años y viajaste a Chile. ¿Qué aprendiste de él?

Muchísimo. Boris era una persona muy especial, de silencios profundos y enigmáticos. Había sido exiliado durante la dictadura, y me contó una anécdota muy fuerte: antes del golpe, junto a un viejo republicano español también exiliado, custodiaban armados unas promociones de vivienda popular, anticipando lo que se venía. Aquella imagen, casi épica, me impresionó. Lo conocí cuando regresó a Burdeos después de unos años en Chile tras la dictadura, y con él y algunos alumnos chilenos organizamos un intercambio. Luego impulsamos el viaje en sentido contrario y fuimos nosotros a Chile. Fue una experiencia única, aunque no exenta de resistencias: la escuela veía esos viajes con recelo, como una forma de eludir asignaturas, algo que también le pasó a programas Erasmus en sus inicios. Pero la experiencia fue transformadora.

En Chile descubrí una manera distinta de entender la arquitectura: más libre, más comprometida. Visitamos la Ciudad Abierta de Ritoque, un experimento poético y comunitario en el que se vivía la arquitectura como acto vital. Hoy me acordaba de lo que contaba María en Mugak sobre dar la vuelta al mapa de la ONU: en Ritoque también invertían los mapas, ponían América del Sur arriba, como América del Norte, para repensar su posición en el mundo. Esa inversión simbólica cambia tu manera de mirar. De Chile me traje muchas cosas: la idea de que la arquitectura exige compromiso total, casi kamikaze, y que no basta con ser arquitecto para estar comprometido con la arquitectura. Cuando las cosas funcionan, es por la entrega, por la fe en lo que haces. También aprendí el valor del lenguaje, de esa observación que me hizo otro profesor, Lorenzo Brugnoli: «El castellano deja huecos entre las palabras, y en esos huecos pueden suceder cosas». Esa manera poética de pensar el idioma es también una manera poética de pensar el espacio.

Chile me marcó por su libertad, su creatividad y su dominio de la materia. Es un país de poetas, y esa sensibilidad se nota en su arquitectura: tiene una dimensión humana, artesanal y profunda. Y luego, con el tiempo, esa arquitectura chilena ha florecido hasta obtener un Pritzker, pero ya entonces se intuía que allí estaban pasando cosas importantes.



En 2010 fundas la asociación Atari. ¿Cómo surge la idea? ¿Por qué ese nombre? ¿Sigues vinculado?

Atari en euskera significa zaguán, la puerta de entrada. No tenía nada que ver con las videoconsolas, aunque muchos lo asociaban a eso por la coincidencia del nombre. La idea era precisamente esa: abrir las puertas de la arquitectura a la ciudadanía, crear un espacio de acceso, de tránsito, donde cualquiera pudiera entrar a dialogar sobre la ciudad. Atari era, en ese sentido, una metáfora: la puerta como símbolo de acogida, de encuentro y también de paso entre el mundo técnico y el mundo cotidiano.

Así que no era una referencia tecnológica, sino una metáfora arquitectónica y social

Exacto. Atari nació con un espíritu muy de calle, más precario, más épico incluso. Era un proyecto con pocos recursos, pero con mucha energía, con el deseo de sacar la arquitectura de los despachos y devolverla al espacio público. En ese sentido, Mugak es una consecuencia natural de Atari, casi su desarrollo lógico. Aquella experiencia fue una especie de semilla que con el tiempo floreció en la Bienal. Comparten esa mirada ciudadana y poética de la arquitectura: entenderla no solo como una disciplina profesional, sino como una herramienta para pensar colectivamente cómo queremos habitar.

¿Sigue activo el colectivo? ¿Qué pasó después de que tú asumieras más responsabilidades institucionales?

Continuó un tiempo más, un par de años después de que yo tuviera que dejarlo por cuestiones de trabajo. Era una estructura muy precaria, hecha por amor al arte, y eso siempre complica la continuidad. Pero parte de la gente que formó Atari sigue activa, vinculada a proyectos afines y, de hecho, algunos participan hoy en Mugak, manteniendo ese espíritu original.

Entre los cofundadores de Atari están Carlos y Anabel, miembros del colectivo de educación y mediación arquitectónica Maushaus. ¿Qué aprendiste de su mirada de la ciudad a través de los niños y cómo puede influir esa pedagogía en la vivienda y el habitar?

Sí, exactamente. Ellos han seguido desarrollando esa labor pedagógica y social a través de Mauhaus. Han logrado mantener viva esa misma inquietud: trabajar con la arquitectura desde la educación, con una mirada lúdica y participativa. Son un ejemplo de continuidad, de cómo las ideas que nacieron en Atari se han transformado y extendido en distintos proyectos, siempre con ese mismo propósito de acercar la arquitectura a la vida real.

Yo creo que lo que más enseña esa mirada es la necesidad de limpiar los filtros. Los niños ven la ciudad desde la curiosidad, el juego y la espontaneidad, no desde el discurso institucional ni desde las categorías profesionales. En las instituciones tendemos a pensar el espacio construido de una manera muy determinada, muy encajada dentro del pensamiento técnico o normativo, y olvidamos que existen otras percepciones más libres. Los talleres con los Mauhaus, por ejemplo, te descolocan: ellos interpretan el espacio de un modo lúdico, inmediato, sin prejuicios. Y ahí está la enseñanza. Cuando los niños dibujan o imaginan su ciudad, plantean cosas que nos obligan a repensar la nuestra, porque lo hacen desde la experiencia directa, no desde la teoría.

Me acuerdo de un comentario que me hizo Carlos, muy revelador: decía que muchos parques infantiles parecen campos de entrenamiento militar. Y tenía razón. Si te fijas, casi todos los juegos están pensados desde la idea del esfuerzo, del rendimiento físico, no desde la creatividad o el descubrimiento. Y entonces te das cuenta de hasta qué punto reproducimos sin pensar ciertas lógicas adultas incluso en los espacios de juego. De ahí nace la necesidad de diseñar otro tipo de entornos: más abiertos, más diversos, más amables. Esa reflexión se puede trasladar perfectamente a la vivienda, al espacio público, a las escuelas… porque todo lo que construimos moldea la manera en que habitamos.

Por eso, cuando tengo oportunidad, intento mantener el contacto con los grupos que trabajan esa mirada infantil sobre la ciudad. Son, en cierto modo, pequeños rompedores de esquemas. Su manera de entender el entorno devuelve la arquitectura a su raíz más humana: la de servir para vivir mejor, no solo para construir más.

¿Cómo entras en política y quién te llama?

Yo me afilié por iniciativa propia, de base. No sé si lo de Atari ayudó a que se me detectara. La política siempre fue un gusanillo. Cuando vi que me quedaba en Euskadi, decidí comprometerme de verdad. Eran años de crisis, con arquitectos dejando de construir y volviendo a pensar; había debate ciudadano y organizamos actividades. Entiendo que eso contribuyó a que pensaran en mí.

¿Cómo recibes la llamada?

Me descolocó. Estaba capeando la crisis, buscando proyectos en Francia. La víspera de Santo Tomás acababa de firmar dos encargos en Burdeos que llevaba tiempo peleando. Al día siguiente me proponen el cargo. Pedí un par de días. Recuerdo que un socio me dijo: «No puedes decir que no». Y tenía razón.

¿A qué retos te enfrentas al llegar al cargo?

Sí, el cambio fue importante. Siempre me había interesado la vivienda social, incluso antes de asumir responsabilidades institucionales. Como arquitecto, ese tema me ha acompañado desde la formación. Recuerdo, por ejemplo, que en Burdeos había un taller específico sobre vivienda social, mientras que en Donostia no existía, y en Santiago de Chile tampoco, aunque sí había talleres dedicados a edificios corporativos. Las escuelas se definen mucho por esas prioridades, y eso marca la sensibilidad profesional de quienes pasan por ellas.

Cuando llegué a la dirección de Vivienda me encontré con algo curioso: había competencias que pertenecían antiguamente a una dirección de Arquitectura, pero esa estructura había desaparecido con el tiempo. Sin embargo, las competencias seguían ahí, dormidas, sin que nadie las utilizara. Lo que hicimos fue reactivarlas, darle sentido a ese espacio y convertir la dirección en Dirección de Vivienda y Arquitectura, y más adelante en Dirección de Vivienda, Suelo y Arquitectura, porque también la gestión del suelo estaba muy invisibilizada.

De ese proceso nace la idea de desplegar una auténtica política de formación y de cultura arquitectónica. No bastaba con gestionar vivienda; hacía falta un espacio donde se pensara la arquitectura, donde se reflexionara sobre su dimensión social, urbana y cultural. De ahí surgen tres pilares fundamentales: la Bienal Mugak, el Instituto de Arquitectura y el Premio a la Joven Arquitectura Vasca. Con el tiempo, incluso hemos impulsado el Premio Europeo de Vivienda Colectiva, que amplía esa mirada más allá del ámbito autonómico.

En el fondo, el reto principal ha sido ese: recuperar la arquitectura como una competencia activa dentro de la gestión pública, volver a darle voz y protagonismo en el debate ciudadano, y demostrar que la arquitectura puede y debe tener una función social central en la vida de las personas.

¿De qué te sientes más orgulloso hasta ahora?

Bueno, no sé, en este tipo de responsabilidades siempre estás con esa sensación de provisionalidad, pendiente de que un día te llamen y te digan que hasta aquí has llegado. Pero si tuviera que destacar algo, diría que me siento especialmente orgulloso de haber conseguido colocar la arquitectura en el debate público, en la conversación ciudadana. Me parece fundamental que la arquitectura no se perciba solo como una cuestión técnica o estética, sino como algo que forma parte de la vida social y política.

Para poder hacer eso, sin embargo, es imprescindible mantener la legitimidad desde la gestión. No se puede hablar de arquitectura si no cumples con tus objetivos en vivienda. En ese sentido, la dirección ha cumplido con creces: hemos multiplicado por cuatro el número de promociones, por tres el presupuesto que manejamos y por 2,4 el número de viviendas gestionadas desde que llegué en 2017, al final de la legislatura pasada. Y seguimos en esa línea. Si quieres hablar de arquitectura desde lo público, tienes que tener resultados tangibles; de lo contrario, te quedas en el discurso. Es como el valor en la mili: se te presupone.

El proyecto de Loyola, ¿será 100% vivienda protegida?

El de los antiguos cuarteles está aún en negociación con el ayuntamiento. En Playa de Vías, en la estación de Amara que presentamos en la Bienal junto a un proceso participativo, la idea es que sea todo vivienda protegida, con distintos regímenes y niveles de ingresos para generar heterogeneidad y mezcla social.

Desde 2017 la ley prevé involucrar a la ciudadanía en los planes generales. En San Sebastián se ha ido más allá: talleres, mesas, transparencia. ¿Hasta qué punto promovéis ese enfoque en el resto de Euskadi?

Sí, es cierto. El nivel de implicación ciudadana que se ha alcanzado en el concurso de Playa de Vías en  San Sebastián es notable y muy poco habitual en ciudades de su tamaño. Se han hecho talleres, mesas de trabajo, consultas abiertas… y, lo más importante, se ha generado una dinámica de transparencia y colaboración real. No se trata de cumplir un trámite, sino de escuchar de verdad, de incorporar la voz de los vecinos y de entender que las ciudades no se planifican solo desde los despachos. Ese modelo participativo es una referencia, y demuestra que las políticas públicas pueden ser rigurosas y al mismo tiempo cercanas.

Estamos intentando llevar esa visión participativa y abierta a otros puntos del territorio, aunque la capacidad real depende mucho de los procesos urbanísticos que están en marcha. En los proyectos en tramitación, como el de la playa de vías, tratamos de introducir mecanismos de participación que no se queden en el plano formal o parlamentario, sino que sean más didácticos y cercanos, literalmente a pie de calle. La clave está en lograr una participación ciudadana que no sea decorativa, sino efectiva, capaz de aportar contenido real.

En la arquitectura ese debate siempre es un poco complicado, porque parece que se desautorizan los arquitectos. ¿Cómo gestionáis esa tensión?

Es complicado. Hay que encontrar el equilibrio entre la opinión ciudadana y el criterio profesional. En el concurso de la playa de vías, por ejemplo, buscamos que los proyectos seleccionados tuvieran la capacidad de absorber sugerencias sin perder coherencia técnica o conceptual. La participación no puede limitarse solo a los vecinos de un barrio, sino que tiene que implicar una mirada más amplia sobre la ciudad. Es un aprendizaje continuo: una especie de cuadratura del círculo que obliga a redefinir cómo se toman las decisiones en arquitectura y urbanismo.

¿Podrías poner algún ejemplo concreto de un proceso participativo que haya tenido impacto real en la política de vivienda?

Sí, uno muy claro es la protección permanente de la vivienda en Euskadi, que está en vigor desde 2003. Nació de una propuesta ciudadana, de una sola persona que lanzó la idea y que, tras evaluarse, se reconoció como una aportación acertada. Aquello terminó convirtiéndose primero en norma y después, en 2015, en ley. Es un ejemplo magnífico de democracia participativa: cómo una sugerencia ciudadana puede transformarse en política pública estable.

¿Tenéis interlocución con el Gobierno central?

Sí, mantenemos reuniones e intercambios frecuentes. De hecho, muchas de las políticas que se están aplicando ahora, como la calificación permanente de las viviendas protegidas, se inspiran en el modelo vasco. Tenemos datos que demuestran su eficacia, y sería muy positivo que esa línea de trabajo se extendiera al conjunto del país, porque es esencial para garantizar la sostenibilidad de la inversión pública en vivienda.

¿Cuál dirías que es la clave del éxito en política de vivienda?

La perseverancia. Las políticas de vivienda requieren continuidad, coherencia y trabajo constante. No se trata de grandes golpes de efecto, sino de pico y pala todos los días. Aquí hay que citar a María Yoldi, una de los grandes artífices de la política de vivienda vasca, que lleva más de cuatro décadas sosteniendo una línea de trabajo coherente y estable. De ella hemos aprendido que las políticas deben ser consistentes, con inversión sostenida y una dirección clara para generar confianza y resultados a largo plazo.

¿Y cómo se traduce eso en el presente?

Ahora contamos con el Pacto Social por la Vivienda, que reúne a noventa entidades y fija una hoja de ruta hasta 2036. Es un proceso participativo y al mismo tiempo un pacto de Estado a escala vasca, que nos permite planificar con estabilidad, con luces largas. Eso es lo que da solidez a las políticas públicas: el consenso, la continuidad y la visión a largo plazo.

Ayer Leslie Lokko dio la inaugural de Mugak. ¿Qué te dejó y cómo encaja con el espíritu de esta edición?

La intervención fue, ante todo, una cura de humildad. Nos obligó a salir de nuestra mirada eurocéntrica, tan acostumbrada a pensarse como el centro del discurso arquitectónico, y trajo un aire fresco desde Ghana, con una visión completamente distinta de lo que significa hacer arquitectura. Su enfoque demuestra que construir no es solo levantar edificios, sino también crear estructuras de pensamiento y comunidad, algo muy coherente con el espíritu de esta edición de Mugak. África es hoy el continente más joven del planeta, y Lokko habló desde esa energía, desde una vitalidad que contrasta con la rigidez que a veces tenemos aquí.

Cuando explicó su proyecto del Instituto de las Culturas Africanas, insistió en el enorme desequilibrio entre la población creciente y el escaso número de escuelas de arquitectura o de profesionales formados para afrontar ese reto. Pero lejos de verlo como un problema, lo transforma en una oportunidad: su idea de una escuela desmaterializada y deslocalizada, capaz de generar pensamiento útil tanto en Accra como en cualquier otro lugar, propone una flexibilidad y una apertura que en Europa hemos perdido. Esa ligereza conceptual, esa manera de entender la arquitectura como una práctica menos anclada a lo material y más orientada a lo humano, enlaza también con figuras como Diébedo Francis Kéré, que han reformulado desde África el vínculo entre técnica, territorio y comunidad.

Su discurso encaja perfectamente en el espíritu de esta edición porque invita a repensar los cimientos —no solo físicos— sobre los que se construyen las ciudades. Descolonizar la manera de pensar y construir implica limpiar la mirada, cambiar el chip, aprender a hacer más con menos y recuperar lo esencial. En Occidente hemos perdido parte de esa capacidad, ahogados en la abundancia y el exceso. Necesitamos volver a una actitud más frugal, menos despilfarradora, más consciente del estado del mundo y de nuestra responsabilidad dentro de él. Esa es, en el fondo, la lección que deja Lokko: que la arquitectura del futuro no puede entenderse sin una revisión ética, ecológica y cultural de nuestra forma de habitar.

Leslie Lokko reivindica descolonizar la arquitectura. ¿Qué significa descolonizar la manera de pensar y construir la ciudad?

Significa limpiar la mirada, desprenderse de inercias y cambiar el chip. Es una invitación a hacer las cosas de otra forma, con menos medios, buscando lo esencial. En Occidente tenemos mucho que aprender de esa manera de actuar más directa y frugal, porque tendemos a sobredimensionarlo todo, a matar moscar a cañonazos. Somos todavía muy despilfarradores, tanto en recursos materiales como en energía simbólica, y descolonizar pasa también por reconocer ese exceso y aprender a cubrir nuestras necesidades con más conciencia y menos derroche.

La comisaria de Mugak, María Arana, fundadora de Urbanbat. ¿Qué aporta su mirada a esta Bienal?

Lo que aporta es una profundidad intelectual extraordinaria. María y su equipo funcionan como un radar, atentos a lo emergente, a lo joven, a lo que está ocurriendo en los márgenes: artistas, sociólogos, antropólogos, arquitectos que experimentan con nuevas formas de entender lo urbano. Su mirada encarna muy bien el espíritu de Mugak, que busca hibridar la arquitectura con otras disciplinas. Además, desde su trabajo promueve la innovación social y la creatividad ciudadana, favoreciendo una cultura de participación que entiende la ciudad como un espacio compartido de cuidado y transformación.

¿Cómo dialoga esa visión participativa con tu dimensión institucional?

Dialoga desde la confianza. Hay que confiar, aunque a veces suponga tirarse a la piscina. En mi caso, con María y el equipo de Urbanbat esa confianza es natural, porque son gente muy solvente. Desde la institución, apoyar ese tipo de propuestas requiere precisamente eso: fiarse, dejar que las cosas fluyan. Las instituciones tienden a ser estructuras rígidas, compartimentadas, y una parte de mi trabajo consiste en intentar romper esos compartimentos estancos que nos perjudican tanto. Por eso procuro mantener las antenas abiertas y tener interlocución constante con distintos agentes —Urban Bat, Maushaus, otros arquitectos y arquitectas, la universidad—, porque esa red de vínculos hace que el ecosistema no se cierre sobre sí mismo. Y también necesitamos figuras que se muevan entre ámbitos, que conecten, que informen, que traduzcan entre lenguajes distintos; personas que, como ellos, ayuden a que las instituciones sean más permeables.

¿Qué papel juega Mugak en el panorama internacional de las bienales? ¿Qué la diferencia?

Creo que está haciéndose su espacio en el panorama internacional de la cultura arquitectónica, poco a poco. Su valor diferencial, en una época dominada por la inmediatez de las redes y la cultura de la imagen, es aportar densidad de pensamiento. No se trata solo de mostrar arquitectura, sino de abrir debates, de formular preguntas en el momento adecuado, incluso de incomodar cuando es necesario. Algunas piezas o planteamientos pueden resultar incómodos, pero precisamente por eso son necesarios: obligan a mirar de frente ciertas realidades. A nivel internacional todavía queda recorrido, sobre todo en cuanto al público extranjero, aunque cada edición refuerza esa proyección y la presencia de ponentes internacionales contribuye mucho a ello.

El lema gira en torno a la utopía. ¿Por qué sigue siendo necesaria en un contexto tan pragmático como la vivienda?

El lema de esta edición, centrado en la utopía, parte de la idea de que sin utopías no hay transformación. Hace dos siglos, la vivienda social era una utopía; hoy es una realidad, aunque aún insuficiente. Los socialistas utópicos de Saint-Simon ya planteaban la vivienda como un ideal de justicia y progreso, y muchas de esas visiones se han materializado con el tiempo. En un contexto como el actual, entre el cambio climático y el auge de discursos reaccionarios, necesitamos recuperar la utopía como una fuerza constructiva, no como una evasión, sino como un horizonte posible. La utopía sirve para ilusionar, para mantener viva la esperanza y para imaginar futuros que todavía pueden hacerse realidad.

¿Por qué una Bienal descentralizada en las tres capitales?

A veces eso juega en nuestra contra, porque las bienales suelen asociarse a una sola ciudad. Pero, como diría Bernardo Atxaga, está esa idea de Euskal Hiria, de la ciudad vasca. En realidad, en el País Vasco somos dos millones y pico de habitantes, lo mismo que Barcelona ciudad; a veces pensamos que somos un país enorme, pero demográficamente somos como un barrio de Mumbai. Por eso tenemos que asumir que funcionamos, o deberíamos funcionar, como una única ciudad. La descentralización de Mugak en las tres capitales busca precisamente reforzar esa visión: la de un territorio articulado, conectado, donde moverse de Vitoria a Donostia o Bilbao sea tan natural como cambiar de barrio. Además, la propuesta está ligada a la sostenibilidad del transporte y reivindica la condición ciudadana de Euskal Hiria.

Recomiéndame una conferencia de esta edición.

La de Peter Cook, sin duda. La espero con muchísimas ganas por todo lo que representa y porque es una oportunidad única. Es uno de los grandes pensadores utópicos de la arquitectura de la segunda mitad del siglo XX, alguien cuya mirada sigue siendo inspiradora y provocadora a la vez. Poder asistir a una conferencia suya, aquí, y acercar esa experiencia a la ciudadanía vasca, tenerla al alcance de la mano, es precisamente una de las cosas que más sentido le dan a Mugak.

Con tanto trabajo, ¿qué pasa con la escritura?

Sí, con tanto trabajo escribir se hace casi imposible. Tengo un libro de hace unos años, aunque no se puede decir que sea un libro propiamente: es un fanzine casero. Lo hice justo antes de la pandemia, y fue ese parón el que, entre comillas, me dio el tiempo que nunca pensé que tendría para revisarlo, corregirlo y ordenarlo. Tiene que ver con arquitectura, pero también con política y memoria, una mezcla un poco inclasificable. Se titula Arenisca, saqué cien ejemplares y los repartí personalmente entre amigos, como se hacía con los fanzines de verdad. Es un trabajo puramente literario, sin dibujos ni colaboraciones, algo muy íntimo y artesanal. Fue una liberación.

¿Cómo imaginas el futuro de Mugak?

Me gustaría que se consolide como una cita con la arquitectura, que trascienda fronteras y atraiga más público internacional —al menos del entorno— y que sigan viniendo voces con algo que decir.

¿Tu arquitecto/a favorito/a?

Es arquitecta y está viva: Carme Pinós, que la tuvimos en la tercera edición de la Bienal. No solo por su arquitectura, también por su actitud. No es de mucho discurso, pero cuando habla, acierta: «Hacer equipo es dar trabajo de verdad, con contrato y seguridad social». O: «Mi libertad como diseñadora es una responsabilidad». Cosas muy sencillas y humanas que nos pueden parecer elementales pero que pocas veces se dicen, como que hay que recuperar la ciudad… Sus diseños son intuitivos, ergonómicos, de mucha calidad. La calidad de la arquitectura tiene que ver con las condiciones en que se genera: concursos, condiciones laborales… Todo está conectado. El mejor arquitecto español es una mujer.

Hablando de condiciones laborales, ¿has visto la serie de Filmin The architect donde la protagonista, arquitecta, vive en un garaje? ¿Viviremos en garajes próximamente?

Seguro. La realidad siempre supera a la ficción; seguro que lo de vivir en un garaje ya está pasando en algún sitio. Desgraciadamente.

Vivienda Protegida

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