23 de febrero de 1984, el día que mataron a Enrique Casas.

23 de febrero de 1984, el día que mataron a Enrique Casas.

“Estamos acostumbrados a las amenazas de muerte. No nos asustan, y en todo caso, nos reafirman en nuestras posiciones de que es necesario acabar de una vez para siempre con la violencia.”[1]

E.C.

Llevo mucho tiempo, varios lustros, con la idea de escribir sobre Enrique Casas, o más bien sobre su asesinato, o más bien sobre cómo su asesinato lo cambió casi todo alrededor mío. De forma periódica y recurrente vuelvo a esta cuestión a través de los años. Sin acabar de decidirme del todo a hacerlo, hasta ahora.

En mi habitual afán de perfección, hubiese querido escribir algo suficientemente a la altura del personaje y su historia, su tragedia más bien. Algo así como un libro, un cuento, un relato breve o un guion. Algo publicable y transferible. Pero no soy escritor por mucho que me anime el mismo empeño que a Fernando Aramburu cuando dijo aquello de “Tengo en la memoria el ataúd de Enrique Casas, entrando a hombros de compañeros en la casa del pueblo, en Gros, un día gris de febrero en que me dije: 'Chaval, algún día dejarás testimonio literario de todo esto’.”[2]  Una sensación así de extraña sí que tuve y desde entonces un desasosiego interior me ha habitado de forma cíclica e intermitente sin que haya encontrado hasta ahora la manera de canalizarlo. Así, le he dado vueltas y más vueltas a lo largo de los años sin poder romper el bloqueo mental y ponerme simplemente a contar, que en el fondo es de lo que se trata y a lo que uno humildemente puede aspirar, no a crear sino a contar.

Es por ello que debo agradecer el empujón definitivo de José Antonio Pérez Pérez historiador de la Universidad del País Vasco y del Centro Memorial Víctimas del Terrorismo de Vitoria que con pocas palabras ha sabido convencerme y así finalmente me he decidido a hacerlo, a contarlo. Seguro que no con la prosa pulida de Aramburu por supuesto, pero espero que sí con la ilusión y la frescura del neófito o al menos la osadía del intruso en estas lides de la memoria. Y espero sobretodo, que de manera digna y provechosa para los demás. También debo agradecer a Andoni Unzalu por hacerme ver que lo sencillamente personal es lo más verídico y por animarme a publicar estas líneas.

* * *

Para comenzar, conviene señalar que recientemente se ha publicado el libro Enrique Casas, un socialista entre balas[3] escrito por Pedro Ontoso y publicado por la Fundación Ramón Rubial. Una completa crónica retrospectiva de los hechos, idónea para resituar el contexto completo de la época y al que no se le ha prestado la suficiente atención a mi entender, como a menudo sucede injustamente con la figura de Enrique Casas, dicho sea de paso. De hecho, ese y no otro era el motivo original de mi conversación con el conocido historiador: la poca presencia o relevancia a mi juicio de la figura de Enrique Casas en los distintos relatos y efemérides sobre víctimas del terrorismo y las posibles causas de este olvido o descuido reiterado, a veces incluso dentro de su propio partido político.

Sin embargo, Enrique Casas fue una víctima diferente y especial. Su asesinato fue un punto de inflexión en el macabro itinerario que dibujó el terrorismo en el País Vasco a lo largo de tantos años. Su figura se encuentra a medio camino entre las víctimas del terrorismo durante la Transición o los denominados ‘años de plomo’ y las victimas posteriores durante la llamada ‘socialización del sufrimiento’ por utilizar etapas históricas y denominaciones al uso. El contexto de su asesinato corresponde al de las primeras, una época en la que la violencia era diaria y ETA parecía invencible, y por el contrario su perfil propio corresponde más al de muchas de las segundas, cuando el asesinato selectivo de políticos destacados cobró gran protagonismo en la época en la que, tras la caída de la cúpula etarra en Bidart, la hidra terrorista optó por minimizar costes logísticos y maximizar impactos.  Tal y como explica Ontoso en su libro, “No se había asesinado a un político en campaña electoral desde la segunda república. Y no fue una elección al azar. Fue una operación preparada, analizando los beneficios y los inconvenientes, y ejecutada en el momento preciso para hacer el mayor daño posible: a 41 horas de que los vascos acudieran a las urnas. Fue un acto de crueldad extrema que se vivió como un magnicidio”.

Quizás sea esa extraña condición de víctima tristemente pionera lo que paradójicamente ha relegado la figura de Casas a un segundo plano en el denominado ‘relato’ sobre la violencia terrorista en el País Vasco. Y es que cuando mataron a Casas, no había todavía una ‘cultura’ de las víctimas por así decirlo. Era todavía la época de los funerales solitarios y cuasi clandestinos de aquellos a los que ETA ponía en su punto de mira. El suyo fue, a pesar de las negativas y resistencias de algunos (La Iglesia denegó la Catedral donostiarra para despedir al senador y líder socialista) un funeral de masas, una gigantesca manifestación también, y por tanto un acto político de primera magnitud. Y esto último, aunque no lo parezca, cambió muchas cosas en la percepción social que sobre las víctimas del terrorismo se tendría en adelante, aunque fuera con efecto retardado. Hubo algo de Jaurés en el duelo por el asesinato de Casas.

Prosiguiendo, hay que mencionar un libro homenaje coordinado en su día por Txiki Benegas y editado en 2009 por la Fundación Pablo Iglesias con motivo del 25 aniversario de su asesinato y con profusión de fotografías de época:  Recuerdo de Enrique Casas[4]. En él se glosa la figura de Enrique Casas desde el compañerismo. Tengo entendido desde siempre que Enrique Casas era un trabajador infatigable como se dice en el libro, pero también un gran organizador y un insuperable gestor de los recursos humanos del partido socialista, además de un líder carismático y cercano. “Enormemente tenaz, gran trabajador, hombre de convicciones y principios, austero, tenía gran predicamento entre las bases del partido. (…) Políticos como Enrique tuvieron un papel destacado, más conocido dentro del partido, entre las bases, que en la sociedad o en los medios de comunicación. Su trabajo, su esfuerzo quedó en las casas del pueblo que recorrió durante su etapa como Secretario de Organización, en las conversaciones con los compañeros, en las horas sin descanso dedicadas a la imprescindible reorganización de las estructuras, en la formación y la coordinación de los militantes. Trabajo fundamental también para conseguir que muchos ciudadanos perdieran el miedo a tener en el bolsillo el carné de un partido político, a defender públicamente sus ideas, a convencer a otros a través de la palabra.”

He hojeado muchas veces ese libro, a menudo me detengo en la foto en la que aparece mi padre ayudando a introducir el cadáver de Enrique Casas en la ambulancia. Es una fotografía que no deja de interpelarme todavía hoy.

El cadáver de Enrique Casas es introducido en la ambulancia.

Me acuerdo perfectamente del día en que mataron a Enrique Casas como si fuera ayer u hoy mismo. Como casi siempre, uno se acuerda de estas cosas por los pequeños detalles, los más nimios. Yo me acuerdo de ese día porque fue la primera vez que le vi llorar a mi hermano mayor, y eso no se olvida fácilmente. Ya saben, los chicos no lloran como dice la canción y los hermanos mayores mucho menos. Tenía ocho años y volvíamos juntos del colegio como todos los días. Sin embargo, al llegar a casa fue raro encontrar a mi abuela, sola, esperándonos. No era lo habitual. Algo le dijo a mi hermano, y este se echó a llorar en el silloncito de la entrada, desconsolado y sin parar. Y es que casualmente pocos días antes habíamos estado en casa de Enrique y su familia en un cumpleaños…

Luego llegaron el funeral, la manifestación y el entierro, al que asistí. Me acuerdo de vagar sólo buscando a mi hermano entre mayores con abrigo, me acuerdo de que todo era gris y me acuerdo del silencio, un silencio impresionante.

Yo no entendía muy bien lo que pasaba, aunque me lo explicaran. Creo que me lo tuvieron que explicar varias veces durante los días siguientes. E incluso una vez entendidos los hechos, como buen niño que yo era, seguía preguntando. Preguntando no ya qué había pasado sino por qué había pasado. Por qué. ¿Por qué…?

“- ¿Y por qué le han matado?

-Por ser socialista y defender la libertad.

- ¿Entonces al Aita también le van a matar?

-No al Aita no, tu tranquilo.

No sé si mi madre me respondió muy convencida en ese preciso momento, pero el tiempo afortunadamente le acabó dando la razón, a pesar de que intentar matar a mi padre, lo intentaron.  ‘Objetivo prioritario’ supimos más tarde.

Como le he oído contar posteriormente a mi madre en más de una ocasión, “Cuando mataron a Enrique Casas la sensación fue que se había abierto la veda y que ahora venían a por nosotros”. Nosotros los socialistas, nosotros la familia, nosotros. Y es que fue después del asesinato de Enrique que le pusieron escolta a mi padre, de los primeros escoltas que hubo, por cierto. Y fue también a continuación de aquel día que nos pusieron aquella puerta blindada antibombas que pesaba un quintal, para protegernos en casa. Y como decía, no fueron precauciones inútiles. También marchamos fuera una temporada larga que yo luego estiré todo lo que pude y más. Pero esa es otra historia, y ya la he contado en otro sitio. Para mí, con apenas la edad que tiene ahora mi hija menor, esos días fueron la primera toma de contacto con la muerte, la violencia y la política. Todo en uno y todo a la vez. De golpe. A golpes. ¡Menudo golpe!

Las anécdotas, que entorno a este hecho se han contado infinidad de veces en mi casa y en mi familia, son de lo más variopintas. Van desde la imagen de un Alfonso Guerra, por entonces vice presidente del gobierno, desencajado y no dando crédito de lo que veían sus ojos en la reunión de crisis improvisada en el Gobierno Civil cuando empezaron a aparecer responsables socialistas locales y para acomodarse dejaban su arma reglamentaria de defensa personal, su pistola, encima de la mesa en una escena digna de un western; hasta aquella  en que se contaba cómo durante la noche siguiente alguien del partido avisó sobre un compañero fuera de control,  dispuesto a cualquier cosa, y cómo de madrugada finalmente consiguieron hacerle entrar en razón; pasando por la anécdota que más me gusta recordar, que sucedió en Madrid, donde una vez conocida la noticia y ante los rumores entrecruzados sobre la autoría del asesinato que circulaban entre la multitud agolpada en la sede de las juventudes socialistas, un joven se subió a un taburete y exclamó:  “¡Solo fascistas matan a socialistas!”. Ese joven resultó ser Jorge Gabiño, que con el tiempo y el azar de la vida se convertiría en mi tío al casarse con una hermana de mi madre.

Como se ve, en nuestra pequeña historia familiar la fecha del asesinato de Enrique Casas a manos de una franquicia de ETA llamada Comandos Autónomos Anticapitalistas, es una fecha singular e imborrable, marcada a sangre y fuego.

Solo fascistas matan a socialistas. Puede parecer una exageración maximalista. Sobre todo, teniendo en cuenta lo devaluado del término hoy en día, de tan manido que resulta el recurso a dicha apelación a diestro y siniestro, y que siendo rigurosos habría que entender más bien en su acepción estricta de ‘totalitarios’. Pero para mí desde entonces es una verdad incuestionable que desgraciadamente se ha visto corroborada demasiadas veces, de Fernando Múgica a Isaías Carrasco pasando por Buesa y Lluch entre otros. Porque efectivamente ‘se abrió la veda’ como decía mi madre o se amplió más bien, y tras sumar las siglas del PSOE a las de la UCD, y por supuesto a las de los CFSE, llegaría el turno también a las del PP. Siempre pensé que el asesinato de Ordoñez guardaba muchas similitudes con el de Casas y que representaba o simbolizaba años después exactamente lo mismo: el descabezamiento en Guipúzcoa de una organización política no nacionalista con mucho potencial y el viento electoral a favor, esto es, un peligro a eliminar. Ya fuera el PSOE tras el triunfo histórico del 82 o el PP en el 1995 a las puertas del Gobierno. Algo intolerable para el régimen terrorista que imperaba en Euskadi.  Posteriormente también llegaría el turno a otros colectivos e individuos con o sin siglas, con o sin color político.

Para terminar, diré que existe un tercer libro interesante para conocer el legado de Enrique Casas, se trata de una edición aún menor que las anteriores. Se titula Socialismo donostiarra. Cien años de historia[5] y se publicó en 1992. En él hay un  artículo de la eurodiputada Bárbara Dührkop, su viuda, titulado Ser socialista en Guipúzcoa que entre otras reflexiones interesantes sobre lo que supuso ser socialista en los años duros encierra una de las mejores, más sencillas y más bonitas definiciones del socialismo que yo haya leído nunca, dice así:

El socialismo democrático es un proyecto internacionalista, una voluntad general de realizar transformaciones políticas por la vía pacífica y del diálogo, en el respeto por los derechos humanos, en la búsqueda de la igualdad, la justicia, la libertad y la paz para todos, independientemente de su origen.” Quizás lo que más me gusta de esta definición es que vale aquí y en cualquier parte, o en cualquier parte, pero también aquí.

* * *

Al cabo de muchos años, después de vivir en muchos sitios y dar muchas vueltas en la vida, ya de regreso, cuando sentí que empezaba a instalarme definitivamente y a echar raíces de nuevo en mi tierra natal, crucé la puerta de la Casa del Pueblo de mi localidad, el Zazpi de Zarautz, y me afilié al Partido Socialista.

Algunos me piden no olvidar nunca que estoy en el acierto vital de ser socialista en tierra hostil. No lo sé. Lo que sí sé es que quizás no lo hubiera llegado a ser nunca sin Enrique Casas, o más bien sin su asesinato, o más bien si su asesinato no lo hubiera cambiado casi todo alrededor mío, o si no tuviera yo también grabada en mi memoria desde niño la imagen del ataúd de Enrique Casas entrando a hombros de compañeros en la casa del pueblo un día gris de febrero.


[1] Luis D. Álvarez. Entrevista publicada en El Socialista nº 351. 29 de febrero de 1984.

[2] Diario Vasco, Vocento. Sociedad Vascongada de Publicaciones, S.A. lunes 12 octubre de 2020 Entrevista a Fernando Aramburu.

[3] Ontoso, Pedro. Enrique Casas. Un socialista entre balas Ed. Catarata. 2021.

[4] Recuerdo de Enrique Casas. Varios autores. Edición coordinada por José María Benegas. Ed. Fundación Pablo Iglesias. 2009

[5] Socialismo donostiarra. Cien años de historia. [5] Varios autores. Edición coordinada por el Comité Local. Fundación Alzate. 1992

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